Crecí en un ambiente bastante futbolero, y aunque mi relación con dicho deporte haya sido casi siempre la de practicante de sillón- ball
y no habré acudido más de 50 veces en mi vida a un estadio, se trata de
un espectáculo que me ha apasionado en diferentes épocas y momentos de
mi vida.
He vibrado y
sufrido y hasta llorado con la Unión Deportiva y con el Atletico de
Madrid. También y mucho con el Athletic Club de Bilbao y con La Roja. Y
hasta me han dado satisfacciones y disgustos equipos como el Liverpool
de Fernando Torres o aquel Deportivo de La Coruña de Fran, Donato y
Bebeto al que se le negó el éxito que luego obtendría el de Valerón y
Manuel Pablo.
El
desparpajo y solvencia del Sporting de Gijón de Cundi, Mesa y Joaquín
también me encandiló en aquellos lejanos años ochenta en que a punto
estuvo de birlarle alguna liga al Madrid y ni que decir tiene que me ha
encantado la espectacularidad que más recientemente ha desplegado el
Barça de Guardiola. Y, por volver a remontarme a cuando era chico, al
vivir en Valencia algunos años, incluso fui un tierno y ferviente
seguidor del equipo de la capital del Turia, aunque luego el equipo ché
dejara de hacerme tilín, seguramente por su elástica blanca.
Incluso debo confesar, si hago memoria, que recién llegado con mis
padres a las proximidades del Bernabéu a finales de los años 70, fui
moderadamente madridista durante cierto tiempo.
Y creo que todo ello es una riqueza. Aunque también sé -y hablo por
experiencia propia- que el fútbol también puede servir de cauce a los
sentimientos y pulsiones más bajas y oscuras. Y que este cauce a veces
se desborda convirtiendo la fiesta colectiva en estercolero de las más
siniestras sentinas del alma, de esas que de vez en cuando conviene
hacerse mirar.
 |
La grada del Frente Atlético, en el Estadio Vicente Calderón |
Sin llegar a los extremos del aquelarre del amanecer del domingo en el
Manzanares en que la sangre llegó al río, lo vemos cada fin de semana en
las gradas de cualquier estadio cuando amparados en la masa insultamos
al equipo rival o al árbitro de turno, como la cosa más normal del
mundo. O cuando les reímos las gracias a los de siempre y permanecemos
impasibles ante sus cánticos homófobos y racistas.
Porque tanto
en el Calderón como en muchos otros estadios se dicen muchas
barbaridades y a cuál más tremenda y cruel desde detrás de los
porterías. Y maldita la gracia que las más de las veces tienen.
Y porque aunque luego solo sean cuatro o cuarenta los descerebrados que
se citan por whatsapp para matarse, el huevo de la serpiente se empieza
a incubar mucho antes. Y porque aunque en el fenómeno de los ultras de
los estadios y de sus enfrentamientos haya asimismo una componente
política, ésta es totalmente secundaria, y ante lo que pasó el domingo
en Madrid- Río no cabe hablar de extrema- izquierda o extrema- derecha,
sino solamente de extrema barbarie y extrema gilipollez.
Y que no se diga, como hipócritamente han querido exculparse los
presidentes de Atlético y Depor, que esto no forma parte del fútbol y
que no tiene nada que ver con ellos, porque no es en el balonmano sino
en el fútbol donde el Frente Atlético y Riazor Blues han tomado cuerpo. Y
lo peor en ambos casos es que son grupos reincidentes y de los que
consta que han recibido respaldo desde los despachos.
El fútbol es un deporte apasionante y bellísimo. Y disfrutar como
espectador o seguidor no sólo del espectáculo en sí, sino de todo lo que
le rodea, y de la cultura que en torno al balón se ha generado a lo
largo de la historia, es un regalo más de los que nos concede la vida al
nacer. Pero hay en él una componente machista e identitaria por la que
vuelve a emerger la tribu y a veces se convierte en sangrienta horda.
Y no es de recibo, como efectivamente sucede, que algunos padres teman
ir con sus hijos a determinados estadios con una bufanda del equipo
visitante. Motivos para ello haylos, y deberían tomarse medidas para que
desaparezcan. Pero quizá no baste, aunque sea totalmente necesario, con
disolver con carácter inmediato los grupos que practican cualquier tipo
de violencia, sea esta física o verbal. También debería fomentarse la
confraternización entre peñas y aficiones de los diferentes clubs en sus
viajes, de modo que no sean vistos como adversarios sino como
invitados.
Y es que
además de los sanísimos silbidos de la inmensa mayoría de la afición del
Calderón a los intentos de hacerse notar del Frente Atlético en el
partido del Depor, si algo bueno quedó de la triste mañana del pasado
domingo fue el espontaneo intercambio de bufandas blanquizuales y
rojiblancas en el fondo norte.
Y sería muy aconsejable por parte de quien corresponda recuperar aquella aquella
vieja y entrañable costumbre del intercambio de banderines entre los
jugadores al inicio de los partidos y extenderla a las aficiones. Y que
se desarrollara un programa y un calendario de actividades paralelas que
se extendiese durante toda el año. Ahí lo dejo.
(Publicado en eldiario.es/canariasahora el 1-12-2014)